En Chicago,
la ciudad de los vientos, los insectos y los gatos se adueñan
de los meses de verano. Los gatos se tiran
a dormir en las escaleras.
Las abejas zumban sobre las margaritas
silvestres y las moscas existen hasta que
el sol se oculta, casi a las 10 de la noche. Tiene un clima de locos;
lo mismo puede estar a 80 grados con un sol
espléndido que cambiar a 68 con vientos fuertes, todo mientras
terminas de cerrar la puerta al salir y darte cuenta que
debiste haber traído tu suéter.
Chicago huele de un modo
peculiar en el verano. Es un olor que todavía
no puedo nombrar pero que flota denso en el ambiente, igual que los
enjambres de moscas sobre los zafacones. Persiste
-aun- sobre el aroma humeante de la comida del restaurante chino
donde compro la cena de vez en cuando. Hace unos días entré,
desorientada porque en mi reloj eran las 8 de la noche, y el sol estaba todavía alto. Pido arroz
frito y vegetales salteados. Salgo cargando mi
cena. Viento fuerte. Todavía busco un nombre para el olor de este
verano. Ya en casa, la galleta de la suerte me presagia que este año
me traerá maravillosas nuevas experiencias. Y yo sin mi suéter.