En el taller, las aprendices de peluquera se aprestaban a trabajar sobre la cabeza fijada a la mesa por un gancho metálico. La maestra las observaba desde una esquina oscura, mientras ellas, todas nerviosas, no sabían qué hacer con aquel cabello humano enmarañado y el cuero cabelludo falso cubierto de una sustancia viscosa, como la pulpa almibarada de los mangos. Asqueadas, las aprendices vieron salir a la maestra de su esquina que jugaba con sus peinillas, como navajas, mientras limpiaba la última gota de sangre que brotaba de su boca. Si tienen alguna duda – decía ella – yo peino.
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