Íbamos a ciento diez millas por hora cuando nos detuvimos de golpe y no pudimos evitar caer por un barranco. Quedamos pillados entre la carrocería y el vidrio de las ventanas. Unas gotitas resbalaban de las comisuras de mis labios y él continuaba con los ojos abiertos como si todavía contara estrellas, mientras esperábamos por que llegara el fiscal, a separar nuestros cuerpos.
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