sábado, 10 de mayo de 2025

Crónicas del crimen


Sentadas en la escalera en la penumbra 

la tía Honoria le leía a mi madre 

las crónicas del crimen en el periódico. 

Unos escalones más arriba, yo escuchaba, 

las manos sobre las rodillas. 

A la luz de la luna 

el árbol de mapén parecía más alto, 

las hojas se encorvaban, más grandes. 

La tía decía ya, ya casi me voy, déjame leerte esto 

y leía la noticia de cómo un hombre 

alto y corpulento 

con más fuerza de la que jamás  

podría haber tenido aquella pobre mujer 

la apretaba por el cuello y la dejaba sin vida  

tirada en el piso. 

Miraba al cielo cuando pausaba la lectura 

y evocaba otras muertes. 

La tía Honoria narraba hechos pasados 

como si los sacara de abajo de las piedras. 

El hombre de afro sentado en el bonete  

del Chevy color vino 

al que por poco le cortan la cabeza, 

¿te acuerdas? 

Corrió un río de sangre a medianoche. 

Las mujeres corrieron con los niños 

y cerraron las puertas y persianas. 

Mientras escucho 

estoy detrás de una puerta, jadeando 

y el hombre corre  

sosteniendo en las manos su cabeza 

que lo mira con ojos angustiados  

porque no quiere morir,  

no, todavía no quiere morir. 

Algunas veces 

la tía Honoria reflexiona sobre lo que ha leído 

como si hubiera sucedido en medio de su sala, 

como si nos hubiese pasado a una de nosotras; 

y le clava a mi madre en la penumbra: 

¿te imaginas la escena, muchacha de Dios? 

La voz de la tía Honoria venía de ultratumba. 

Sus manos eran garfios y sus pies eran garras. 

Mi madre trancaba la puerta 

y apagaba las luces 

y yo me iba a dormir con aquellas imágenes  

flotando en mi cerebro: 

el papel de periódico, las letras rojas del titular, 

el machetazo, la sangre en la pared.  

La tía Honoria murió sola y vieja 

y me heredó una magia 

que me despierta en medio de la noche 

para cazar esqueletos y vestirlos, 

ponerles en la mano una linterna,  

una taza de té,  

un machete al aire. 

Soplarles aliento de vida 

y colocarles un titular 

cruzado en una banda sobre el pecho 

con un mortal augurio en letras rojas. 

Frente a la máquina de escribir 

les doy un nombre nuevo, 

les doy otros amores 

y una vida digna 

pero los devuelvo siempre al sendero 

en el que en un principio terminaron, 

donde el negro lodazal  

se traga los árboles a la luz de la luna 

y los pies se pudren porque van descalzos; 

que sepan que otras vidas son posibles 

pero con el destino no se juega. 





 


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