Sentadas en la escalera en la penumbra
la tía Honoria le leía a mi madre
las crónicas del crimen en el periódico.
Unos escalones más arriba, yo escuchaba,
las manos sobre las rodillas.
A la luz de la luna
el árbol de mapén parecía más alto,
las hojas se encorvaban, más grandes.
La tía decía ya, ya casi me voy, déjame leerte esto
y leía la noticia de cómo un hombre
alto y corpulento
con más fuerza de la que jamás
podría haber tenido aquella pobre mujer
la apretaba por el cuello y la dejaba sin vida
tirada en el piso.
Miraba al cielo cuando pausaba la lectura
y evocaba otras muertes.
La tía Honoria narraba hechos pasados
como si los sacara de abajo de las piedras.
El hombre de afro sentado en el bonete
del Chevy color vino
al que por poco le cortan la cabeza,
¿te acuerdas?
Corrió un río de sangre a medianoche.
Las mujeres corrieron con los niños
y cerraron las puertas y persianas.
Mientras escucho
estoy detrás de una puerta, jadeando
y el hombre corre
sosteniendo en las manos su cabeza
que lo mira con ojos angustiados
porque no quiere morir,
no, todavía no quiere morir.
Algunas veces
la tía Honoria reflexiona sobre lo que ha leído
como si hubiera sucedido en medio de su sala,
como si nos hubiese pasado a una de nosotras;
y le clava a mi madre en la penumbra:
¿te imaginas la escena, muchacha de Dios?
La voz de la tía Honoria venía de ultratumba.
Sus manos eran garfios y sus pies eran garras.
Mi madre trancaba la puerta
y apagaba las luces
y yo me iba a dormir con aquellas imágenes
flotando en mi cerebro:
el papel de periódico, las letras rojas del titular,
el machetazo, la sangre en la pared.
La tía Honoria murió sola y vieja
y me heredó una magia
que me despierta en medio de la noche
para cazar esqueletos y vestirlos,
ponerles en la mano una linterna,
una taza de té,
un machete al aire.
Soplarles aliento de vida
y colocarles un titular
cruzado en una banda sobre el pecho
con un mortal augurio en letras rojas.
Frente a la máquina de escribir
les doy un nombre nuevo,
les doy otros amores
y una vida digna
pero los devuelvo siempre al sendero
en el que en un principio terminaron,
donde el negro lodazal
se traga los árboles a la luz de la luna
y los pies se pudren porque van descalzos;
que sepan que otras vidas son posibles
pero con el destino no se juega.
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