Cierto hombre se sintió seducido por una escritora la noche que ésta presentó su libro de relatos eróticos. La sala estaba ambientada acorde a la atmósfera de los relatos; luz tenue y una música suave que evolucionaba, casi imperceptible, a gemidos y suspiros. A esta mujer la quiero para mí, pensaba. Debe ser puro fuego, estaba casi seguro de ello. Entonces, a la primera pregunta del moderador, la mujer contestó, lanzando un hachazo a la ilusión del hombre, a la vez que compartía su rutina de trabajo.
“No tengo deseos de sexo las veinticuatro horas del día, igual que un escritor de novela negra no asesina personas. Cuando construyo mis historias estoy guisando las habichuelas y friendo los filetes; los textos me esperan en la mesa, desparramados. Me seco el sudor de la frente mientras camino de la hornilla a la mesa. Tengo gotitas de salsa sobre los pechos cuando escribo”.
El hombre la miró de soslayo, convencido de que acababa de inventar otra historia. Compró el libro y se marchó a su casa, a imaginarla y a no creer ninguna de sus palabras; seguro miente, seguro.
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