Esta vez el demonio estaba triste. Sentado junto a mí en el autobús señalaba hacia los edificios de la parte más baja de la ciudad y me contaba anécdotas. Una sustancia gelatinosa y transparente se detenía dentro de sus ojos. Entre palabra y palabra yo observaba su piel negra y dura, sus garras afiladas. Todo él olía a jardín. A través de la ventana vimos que estaba empezando a nevar y él se ajustó el abrigo. Nos detuvimos en la próxima parada, ya aclarado el malentendido por el contratiempo de la manzana y lo invité a mi apartamento. Es en el último piso, le dije. De noche casi puedo tocar las estrellas. Nos reímos los dos a carcajadas ante la indiferencia de los demás pasajeros. En una ciudad tan grande atestada de almas, a nadie le preocupó que anduviera yo riéndome y hablando sola, como una loca.
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