Ella se enamoró de una palabra. No podía sacarlo de su mente. Ni su olor a colonia, ni su camisa blanca, ni sus zapatos de charol. Le escribiría cartas. Le dedicaría poemas. Le diría que lo amaría siempre, y que ella sería sólo suya. Así que se levanta, abre la puerta, dispuesta con su corpiño y sus medias de seda negra. El hombre la tira en la cama, se baja el pantalón, y mientras él entra y sale de ella y le jadea en la cara, en ella late la palabra de aquel que vino ayer, así, así, así.
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