Antes de enterrarlo, estuve tres meses viviendo con su cadáver. Aunque lo decidí sin dudarlo, nunca logré asimilar el sobresalto de la muerte ni el espanto de haber vivido noventa días junto a un cuerpo podrido.
Váyase por aquí a la derecha, y hasta el final del pasillo después de la doble puerta, toque el timbre, y le abrirán, las neveras están allí.
Ese día fui a reconocer sus restos, con toda la intención de llevármelos. Salí de la morgue empujando la camilla metálica donde yacía. Atravesé el pasillo solitario, y doblando a la izquierda saludé al enfermero que hacía su guardia. Esperé unos segundos antes de que se abriera la puerta del ascensor. Bajé hasta el vestíbulo en dirección al estacionamiento, y me lo llevé a casa.
Técnico de terapia respiratoria clave verde, técnico de terapia respiratoria clave verde.
No podía llevarlo conmigo a todas partes, tenía que dejarlo en la casa, acomodado en algún rincón, pero me mortificaba la idea de salir y dejarlo solo, esperando por mí, él, que ya sabía lo corto que era el tiempo. Al principio lo mantuve amarrado a una silla, frente a la mesa. Pero luego lo transportaba conmigo por toda la casa. Qué doloroso era mirar su cara amarilla y dura, sus ojos abiertos y su boca buscando aire.
La hora de la comida se volvió un espectáculo de insalubridad. Sentado, mirando al vacío, ponía la mano derecha sobre la mesa y rehusaba probar bocado. Los gusanos habían comenzado a salir por los orificios de su cuerpo y el olor nauseabundo de su piel descompuesta invadía mis fosas nasales, induciéndome al vómito. Todo el alimento servido terminaba en la basura. Después preparaba café y volvía a la mesa. Aunque él no decía palabra, todo lo que yo hablaba le parecía bien.
En verano su olor fétido aumentaba, sobre todo en agosto. El pelo, ya más negro, por un extraño motivo comenzó a transpirar, y parecía que tenía gotas de rocío en la cabeza. Se me hizo complicado vestirlo, así que lo cubrí con una manta.
Decida qué ropa le quiere poner, no serán necesarios los zapatos, el proceso de embalsamamiento tarda alrededor de dos horas.
Lo más difícil de mantener en la normalidad fue el sexo. Mis encuentros ocasionales se vieron accidentados a causa del cuerpo indeseable que cargaba conmigo. Con mi cuerpo en posición de perro sobre la cama, el hombre se retorcía de asco viendo el cadáver reclinado en una esquina mirando hacia la pared. Me agarraba las nalgas y empujaba con fuerza mientras miraba al techo sosteniendo la respiración. Luego exhalaba y gritaba ¡oh, Dios! Yo intentaba distraerme de la imagen del cadáver, exagerando mis gemidos, pero el olor putrefacto invadía todo mi ser. El hombre se marchaba con un te veo luego. Yo me sentaba en la escalera de la cocina a fumarme un cigarrillo y a mirar los pájaros picoteando los mangos que se caían al suelo.
Así pasaban los días y me aterraban las noches, en espera del momento decisivo para enterrarlo. Yo quería dejarlo conmigo otro día más. Puedo ponerlo por ahí, donde no estorbe. ¿Me verá llorar? ¿Me verá? Preparé una cama en el piso con un edredón. Puse una almohada y una sábana. De noche dejaba la televisión encendida a bajo volumen y dormíamos él y yo bajo la tenue luz azul y las voces susurrantes. Me estremecía la sensación de imaginarlo bajo tierra, la ceremonia de bajar el ataúd, las sogas hiriéndome las manos, las manos que me sangran y que trato de limpiar una con otra para poder quitarme la tierra que me cae en los ojos, porque es tanta la fuerza que empleo para bajar el féretro que caigo al vacío, rendida. Luego despierto aturdida por las cortesías de los saludos fúnebres.
Llegó el día. Él hacía rato que se había levantado, y estaba sentado a la mesa del comedor, vestido con manga larga y corbata, listo para salir. La piel había comenzado a desprendérsele de las manos y eran visibles sus falanges. Guardé en el armario la cama improvisada. Fui a la cocina y me preparé un café. Al sentarme a la mesa tropecé con la silla y el café bailó en la taza.
El hoyo me parecía muy estrecho para el tamaño de la caja.
Quise preguntarle para dónde iba, pero en lugar de eso preparé desayuno para ganar tiempo. Hice huevos revueltos con panceta y queso fresco y corté rebanadas de pan dulce que puse a calentar en el sartén. Recordé que había mangos de miel en el patio así que fui por unos para servir trozados sobre las rebanadas de pan. Él esperaba sentado a la mesa, irrebatible. Yo entraba y salía de la cocina, tratando de retrasar la mañana todo cuanto pudiera porque sabía que una vez sirviera el desayuno el final estaría cerca. Ya él estaba vestido y se tenía que ir. Ya no lo vería más. Entonces sería solo la sospecha de una presencia, un susurro del viento.
Ahí iba metido en esa caja, ahí metido con el sol que hace, metido en esa caja con las manos cruzadas, a lo mejor quiere moverse y no puede.
Salió caminando como mejor pudo hasta la puerta, dejando un rastro de fluido gelatinoso y maloliente. Llevaba la camisa blanca manchada con sus secreciones, y tratando de apoyarse en la pared sus falanges cayeron al piso. El sonido de los huesos todavía retumba, día tras día, en mi cabeza. Crucé la puerta detrás de él. Recuerdo que ya era mediodía cuando por fin pude enterrarlo.
Abrí mi mano sobre la mesa y sentí la madera fría. Bebí el último sorbo de café. Me quedé un rato mirando las sobras del desayuno. Recosté la cabeza en el arco incómodo de la silla. Cerré los ojos y la casa me fue cayendo encima, oscura y angosta, como una tumba.
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Obra de Léon Spilliaert |